Cuando mis padres se fueron, subí corriendo a mi
cuarto, detrás de mi cerré la puerta con un golpe. Fijé mis ojos en la ventana,
la única que había en la habitación del primer piso que mis padres habían
decorado por mí. Sentí un aire denso y cálido que salía en bocanadas blandas
por mi boca, e imaginé todas las sustancias tóxicas desprendiéndose de mi
corazón para dejarlo libre. Era lo más parecido que sentía a la felicidad,
brotando finalmente desde algún núcleo desconocido de mi cuerpo.
No tenía ningún plan, todo había ocurrido demasiado
rápido, me quité las botas y me puse los zapatos que usaba para la lluvia y mi
gorro de abrigo. Miré alrededor, no había nada indispensable que quisiera que
llevar. Todo se veía lejano, como si de alguna forma ya no me perteneciera.
Abrí la ventana y salté hacia el jardín. La hierba aún
estaba húmeda y cálida, y no me lastimé casi nada con el salto. Salí corriendo
hacia el garage y busqué mi bicicleta. Era una bicicleta espantosa, parecía de
niño, y tenía unas dimensiones ajenas a mi cuerpo, pero mis padres habían
insistido en que era la que merecía sobre cualquier otra, así que acepté sin
protestar cuando me la compraron. Me tenía sin cuidado, y no me importaba que
las demás niñas se burlaran de mí por cargar con semejante trasto. Me monté
sobre ella y salí disparada hacia la calle. Pasé 2, 3 cuadras, luego no pude
seguir contándolas, sentía una euforia que no podía describir con ninguna de las
palabras que conocía.
El viento de la primavera que se acercaba, me golpeaba
suavemente la cara y el cabello, y se sentía bien, el viento, las hojas de los
álamos haciendo silbidos ásperos y mi bicicleta corriendo calle abajo.
Cuando llegué al final del vecindario me detuve en la
esquina de la Avenida
Thompson y Valley, en el borde oeste que dividía la ciudad
con el resto del mundo, y ahí estaba Danny, inmóvil, viendo fijamente hacia el
horizonte, que era con gran certeza, la nada. Danny era un niño un año mayor
que yo, tenía unos ojos muy negros y grandes, y siempre estaba con una expresión
en su cara que combinaba de una forma mágica el éxtasis y el miedo. Era un niño
muy sensiblero, pero no por ello menos aterrador.
Me quedé en silencio unos segundos, tal vez varios
minutos, aguardando. Cuando Danny hubo notado mi presencia le propuse con
desgano que me acompañara, sin revelarle demasiados detalles, pero solo por
piedad. Sabía que nunca podría salir solo de aquel agujero donde vivíamos.
-No lo se – dijo sin volver su mirada hacia mi-, no se si aún estoy listo. Además mañana es
día de feria y no quiero perdérmela.
Tenía la misma expresión que llevaba siempre. Pero
esta vez, además, advertía cierto estado de resignación que creí irreversible. Sentí
pena por él. Y también un poco por mí.
Levanté el pedal derecho con la parte superior de mi
zapato, tomé muy poco impulso, y me despedí en completo silencio. Sin que lo
notara me alejé a toda prisa tomando la salida oeste, hacia donde se veía la
puesta del sol en el horizonte desnudo, lejano, brillante. Esperándome como una
recompensa sagrada.
Todo estaba ocurriendo de modo imprevisto, como si
dios estuviera de vacaciones y el tiempo se quedara detenido, aguardando alguna
señal. Eso me daba cierto ánimo para seguir, y también algo de ventaja.
De repente me vi escapando a toda velocidad, y olvidando
de forma secuencial, cada porción de todos esos segmentos de la vida, que
construyen cada uno de los niveles de una persona real. Porque sencillamente no
necesitaba una persona real, ni todas las características que comparten las
personas reales. Yo necesitaba andar rápido, abrir los ojos para absorber todo
lo que estaba ahí afuera, en la tierra y en el mar y en el cielo. Necesitaba
acostarme en la hierba y mirar a los insectos, necesitaba entender todas esas
cosas que no le pertenecían a las personas.
Seguí avanzando a toda prisa, persiguiendo el
horizonte que aguardaba como una fina línea trazada por el color ocre del sol.
De repente comencé a mirar alrededor y todo lo que
veía me era completamente desconocido. Había unos pastizales de trigo que seguían
movimientos regulados por el viento cálido desde el norte, hasta donde no se
distinguía el final de cada parcela. Todo eso era maravilloso.
Decidí alejarme todo lo que me fuera posible de lo que
formaba parte de la vida a la que pertenecía. Y seguí marchando a toda prisa,
viendo el camino, las aves, los cultivos y las especies que no conocía, todos
estaban en una perfecta alianza de armonía. Por momentos no podía soportar en
mi interior la belleza de todas esas cosas, esas formas extrañas de vida, tan
lejanas, que simplemente me omitían.
Progresivamente el cielo iba tomando colores azules
negruzcos y pequeños destellos parpadeantes conformaban los únicos signos de
que aún existía algo en lo que podía creer.
Comencé a sentir diminutos sonidos chispeantes que se
alejaban lentamente hasta desaparecer en una completa y hermosa soledad muda.
Dejé mi bicicleta al costado del camino y recorrí lo
que pude a pie, hasta donde me encontraba lo suficientemente lejos y tenía una
buena vista a lo alto de la colina. Entonces sentí la necesidad de descansar,
de sentarme finalmente a contemplar todo aquel espectáculo. Desde ahí podía
verlo todo, las aves escapando hacia lugares más prometedores, las nubes
desprendiendo sus sustancias vitales para integrarse al ciclo de la tierra y
los coyotes que salían a pasear, en su guardia habitual por el bosque.
Me quedé ahí completamente inmóvil, simplemente viendo
todo lo que estaba a mi alrededor.
Parecía que el mundo de alguna manera estaba
absorbiéndome, y que muy pronto iba a desaparecer, que en definitiva iba a ser
parte del final.
Levanté la vista hacia los destellos de luces que
provenían de la ciudad. El viento era fresco y solo se oían los crujidos de las
hojas sin vida que había dejado el invierno.
A lo lejos pude ver el vapor desprendiéndose de la
tierra lentamente, era un vapor espeso y muy blanco que envolvía todo a su
paso, las aves comenzaron a alejarse apresuradamente, tal vez hacia el espacio
exterior.
El viento se hizo agresivo y las hojas rápidamente
desaparecían hacia el cielo en remolinos suaves. Todas las criaturas emitían
sonidos gloriosos, como si fueran parte de un triunfo que les pertenecía. Todo
eso me parecía justo, y quería ser parte de ello.
El cielo destellaba asteroides azules que nunca antes había visto y se hundían en el agua camino a una vida submarina. Y todo eso parecía
un sueño, pero no lo era. Era real. Era parte de la vida. Como la muerte. Como
todo lo que debe finalizar para dar lugar a un nuevo ciclo. Virgen. Prometedor.
Lleno de esperanza. Y me enterré en todo ese caos. Para renacer. Viva. En otro
futuro.
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