19 de noviembre de 2012

Explosiones como cometas


Cuando mis padres se fueron, subí corriendo a mi cuarto, detrás de mi cerré la puerta con un golpe. Fijé mis ojos en la ventana, la única que había en la habitación del primer piso que mis padres habían decorado por mí. Sentí un aire denso y cálido que salía en bocanadas blandas por mi boca, e imaginé todas las sustancias tóxicas desprendiéndose de mi corazón para dejarlo libre. Era lo más parecido que sentía a la felicidad, brotando finalmente desde algún núcleo desconocido de mi cuerpo.
No tenía ningún plan, todo había ocurrido demasiado rápido, me quité las botas y me puse los zapatos que usaba para la lluvia y mi gorro de abrigo. Miré alrededor, no había nada indispensable que quisiera que llevar. Todo se veía lejano, como si de alguna forma ya no me perteneciera.
Abrí la ventana y salté hacia el jardín. La hierba aún estaba húmeda y cálida, y no me lastimé casi nada con el salto. Salí corriendo hacia el garage y busqué mi bicicleta. Era una bicicleta espantosa, parecía de niño, y tenía unas dimensiones ajenas a mi cuerpo, pero mis padres habían insistido en que era la que merecía sobre cualquier otra, así que acepté sin protestar cuando me la compraron. Me tenía sin cuidado, y no me importaba que las demás niñas se burlaran de mí por cargar con semejante trasto. Me monté sobre ella y salí disparada hacia la calle. Pasé 2, 3 cuadras, luego no pude seguir contándolas, sentía una euforia que no podía describir con ninguna de las palabras que conocía.
El viento de la primavera que se acercaba, me golpeaba suavemente la cara y el cabello, y se sentía bien, el viento, las hojas de los álamos haciendo silbidos ásperos y mi bicicleta corriendo calle abajo.
Cuando llegué al final del vecindario me detuve en la esquina de la Avenida Thompson y Valley, en el borde oeste que dividía la ciudad con el resto del mundo, y ahí estaba Danny, inmóvil, viendo fijamente hacia el horizonte, que era con gran certeza, la nada. Danny era un niño un año mayor que yo, tenía unos ojos muy negros y grandes, y siempre estaba con una expresión en su cara que combinaba de una forma mágica el éxtasis y el miedo. Era un niño muy sensiblero, pero no por ello menos aterrador.
Me quedé en silencio unos segundos, tal vez varios minutos, aguardando. Cuando Danny hubo notado mi presencia le propuse con desgano que me acompañara, sin revelarle demasiados detalles, pero solo por piedad. Sabía que nunca podría salir solo de aquel agujero donde vivíamos.
-No lo se – dijo sin volver su mirada hacia mi-,  no se si aún estoy listo. Además mañana es día de feria y no quiero perdérmela.
Tenía la misma expresión que llevaba siempre. Pero esta vez, además, advertía cierto estado de resignación que creí irreversible. Sentí pena por él. Y también un poco por mí.
Levanté el pedal derecho con la parte superior de mi zapato, tomé muy poco impulso, y me despedí en completo silencio. Sin que lo notara me alejé a toda prisa tomando la salida oeste, hacia donde se veía la puesta del sol en el horizonte desnudo, lejano, brillante. Esperándome como una recompensa sagrada.
Todo estaba ocurriendo de modo imprevisto, como si dios estuviera de vacaciones y el tiempo se quedara detenido, aguardando alguna señal. Eso me daba cierto ánimo para seguir, y también algo de ventaja.
De repente me vi escapando a toda velocidad, y olvidando de forma secuencial, cada porción de todos esos segmentos de la vida, que construyen cada uno de los niveles de una persona real. Porque sencillamente no necesitaba una persona real, ni todas las características que comparten las personas reales. Yo necesitaba andar rápido, abrir los ojos para absorber todo lo que estaba ahí afuera, en la tierra y en el mar y en el cielo. Necesitaba acostarme en la hierba y mirar a los insectos, necesitaba entender todas esas cosas que no le pertenecían a las personas.
Seguí avanzando a toda prisa, persiguiendo el horizonte que aguardaba como una fina línea trazada por el color ocre del sol.
De repente comencé a mirar alrededor y todo lo que veía me era completamente desconocido. Había unos pastizales de trigo que seguían movimientos regulados por el viento cálido desde el norte, hasta donde no se distinguía el final de cada parcela. Todo eso era maravilloso.
Decidí alejarme todo lo que me fuera posible de lo que formaba parte de la vida a la que pertenecía. Y seguí marchando a toda prisa, viendo el camino, las aves, los cultivos y las especies que no conocía, todos estaban en una perfecta alianza de armonía. Por momentos no podía soportar en mi interior la belleza de todas esas cosas, esas formas extrañas de vida, tan lejanas, que simplemente me omitían.
Progresivamente el cielo iba tomando colores azules negruzcos y pequeños destellos parpadeantes conformaban los únicos signos de que aún existía algo en lo que podía creer.
Comencé a sentir diminutos sonidos chispeantes que se alejaban lentamente hasta desaparecer en una completa y hermosa soledad muda.
Dejé mi bicicleta al costado del camino y recorrí lo que pude a pie, hasta donde me encontraba lo suficientemente lejos y tenía una buena vista a lo alto de la colina. Entonces sentí la necesidad de descansar, de sentarme finalmente a contemplar todo aquel espectáculo. Desde ahí podía verlo todo, las aves escapando hacia lugares más prometedores, las nubes desprendiendo sus sustancias vitales para integrarse al ciclo de la tierra y los coyotes que salían a pasear, en su guardia habitual por el bosque.
Me quedé ahí completamente inmóvil, simplemente viendo todo lo que estaba a mi alrededor.
Parecía que el mundo de alguna manera estaba absorbiéndome, y que muy pronto iba a desaparecer, que en definitiva iba a ser parte del final.
Levanté la vista hacia los destellos de luces que provenían de la ciudad. El viento era fresco y solo se oían los crujidos de las hojas sin vida que había dejado el invierno.
A lo lejos pude ver el vapor desprendiéndose de la tierra lentamente, era un vapor espeso y muy blanco que envolvía todo a su paso, las aves comenzaron a alejarse apresuradamente, tal vez hacia el espacio exterior.
El viento se hizo agresivo y las hojas rápidamente desaparecían hacia el cielo en remolinos suaves. Todas las criaturas emitían sonidos gloriosos, como si fueran parte de un triunfo que les pertenecía. Todo eso me parecía justo, y quería ser parte de ello.
El cielo destellaba asteroides azules que nunca antes había visto y se hundían en el agua camino a una vida submarina. Y todo eso parecía un sueño, pero no lo era. Era real. Era parte de la vida. Como la muerte. Como todo lo que debe finalizar para dar lugar a un nuevo ciclo. Virgen. Prometedor. Lleno de esperanza. Y me enterré en todo ese caos. Para renacer. Viva. En otro futuro.



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